Me gusta ir a esa biblioteca porque el
personal es rígido y sacan a los gritones, porque nunca hay dormidos en los
sillones, porque todas las lámparas encienden y porque huele bonito. Además hay
libros, muchos libros interesantes, razón suficiente, supongo.
No me gusta que a veces escucho
conversaciones que no me dejan leer tranquilamente. Conversaciones entre dos o
más imbeciles petulantes que critican con fervor a los cristianos, a los que escriben con kas, zetas y cús, a los que escuchan norteña
y a los que no leen ni la etiqueta de la pasta dental.
Quisiera, que fueran a
quejarse a otro lugar… también quisiera proponerles que dejaran de ser taaan
intensos. Atacan a las niñas facebuqueras que sustituyen letras por otras,
olvidándose que es una moda de pubertos que seguramente se les pasará,
olvidándose también que hace un par de años , antes de que se convirtieran en
inclementes críticos de esos hábitos, ellos también escribían así,
sólo que dejaron de hacerlo porque creen que acentuar y poner mayúsculas al
inicio de la oración es de verdaderos intelectuales… y que los géneros
musicales no tienen que gustarnos a la fuerza, si no te gusta, pues no lo
escuchas.
Y si no te gusta todo lo demás, o lo cambias o te mantienes al
margen. Y ya.
Están otros casos, por
supuesto. Cuando los religiosos tocan a las puertas los domingos y fastidian,
cuando los vecinos están de humor festivo y me revientan los tímpanos con sus
corridos, cuando la gente no valora el material impreso de las bibliotecas
públicas y hacen garabatos de amor en las contraportadas…
Ojalá dejemos de creer
que quejarnos es el método infalible para cambiar todo eso, y cuando dejemos
de proclamar la tolerancia y mejor la practiquemos.
Ojalá que todos pronto
aprendamos a respetar el gusto, sueño y oído ajenos.
Ojalá, ojalá, ojalá.